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    Autorretrato encuadrando la foto Escritor, artista y profesional todo terreno.
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Comienzo de la novela en curso El llavero

29 de junio de 2024

EL LLAVERO

Madrid, verano, finales del siglo XX.
Fue por aquella época que me creí Jesucristo.

No lo viví como un acontecimiento especial, al menos no dentro de la dinámica en la que me encontraba en esos tiempos. De hecho, ocurrió un día anodino de entre semana.

Tampoco ocurrió por ningún motivo especial. Mi vida no era precisamente la de un cristiano devoto. Llevaba más de una decena de años sin ir a misa; me emborrachaba, me drogaba y me masturbaba regularmente.

Y ni siquiera hacía buenas obras.

Eso sí, había ido recuperando poco a poco una costumbre de la infancia, a la que había vuelto en momentos aislados de mi vida –en general bajo la influencia de alguna o varias drogas–: la costumbre de hablar con el viento. Sólo que, ahora, tenía o creía tener claro que quien me hablaba era Dios, mientras que, cuando era niño, sólo sabía o creía saber que el viento era mi mejor amigo.

Hablar, lo que se dice “hablar”, no es la palabra exacta. No se trata de que oyera palabras en los soplos del viento. Más bien era como una siembra. El viento sembraba en mí pensamientos y premoniciones, referidos al presente, el pasado o el futuro, o a varios o todos a la vez.

Tampoco se trata de que yo tuviera que hablarle con palabras. A veces lo hacía, pero más por cuestión de énfasis dramático que por necesidad de comunicación. El viento sabía lo que yo quería decirle. Siempre. De inmediato.

Es importante para mí –y, en varios sentidos, doloroso– el hecho de que con nadie más me ha ocurrido esto. Esta inmediatez, esa entrañable intimidad. Jamás. Con toda otra persona o entidad he necesitado, para comunicarme, pronunciarme, por así decirlo, en voz alta, de una u otra manera: mediante algún acto físico.

En realidad, cuando era pequeño el viento jugaba conmigo, más que comunicarse. Me acariciaba, me zarandeaba o me empujaba… y, de pronto, me desconcertaba con un brusco frenazo: el silencio de algún punto y aparte. Alargaba este silencio hasta asustarme, haciéndome creer que me había abandonado… para, justo entonces, volver a jugar conmigo.

Sin embargo, recuerdo una ocasión, ya cumplidos los quince o dieciséis años –un momento aislado de los que he mencionado antes¬– en que me peleé con él, o más bien intenté en vano hacerlo. Estaba de vacaciones en Galicia. Una noche de borrachera con mis hermanos mayores –era el primer verano que mis hermanos me admitían en su compañía¬–.

Por la carretera, entre solares y algún que otro caserón, de camino a un garito en las afueras del pueblo. El viento soplaba con fuerza y con saña. Soplaba revirado y cabrón, como lo hace a menudo allí: con una considerable intensidad que, si bien no llega a ser huracanada, resulta particularmente molesta porque cambia bruscamente de dirección y sentido en intervalos mínimos de tiempo y espacio. (De hecho, se considera el causante de la mayor parte de los suicidios que se producen en la localidad; y es el pueblo con mayor índice de suicidios de Galicia, que es, a su vez, la región española con mayor índice de tales.) No recuerdo cuál fue el motivo de mi enojo, si es que le pedí que amainara y me disgustó que no lo hiciera o qué.

Lo que recuerdo muy bien es el sentimiento de nuestro reencuentro tras muchos años de crecimiento y olvido; y recuerdo también dicho sentimiento, en agudo contraste con las experiencias de mi infancia, como una especie de sucia agresión: la profanación sacrílega –no sé si por su parte o la mía– de territorios sagrados, remotos pero muy queridos, de mi infancia; un sentimiento de cólera e impotencia, de haberse roto algo entre nosotros, de golpes bajos canallamente cruzados…

Y yo, tras progresiva agitación, finalmente perdida la cabeza, emprendiendo a correr, desviándome de la carretera e internándome campo a través, llorando a rabiar, lanzándole puñetazos al viento, insultándole a gritos… Y mis hermanos, corriendo detrás, alarmados pensando que me había vuelto loco, llamándome a gritos…

Volviendo a esa última época en que volvía a comunicarme con el viento, éste sembraba sobre todo, como ya he dicho. El viento trazaba surcos en mis sensaciones, y me sembraba ideas en la cabeza, palabras en el paladar –sobre la punta de la lengua–, visiones entre las cejas y los ojos, sentimientos a la izquierda del pecho. Ideas, palabras, visiones y sentimientos que germinaban al instante, y hacían proseguir el diálogo.

Sentimientos a veces como heridas por las que se me derramaba el alma, y que me producían, en el dolor, un desbordante gozo.

Un gozo como un mar interior que de pronto se creciese y se acercase a lamer todas tus orillas… como miríadas de mónadas multicolores que se espolvoreasen, hormigueantes y húmedas, por todo el organismo bañándote el cerebro… Como los bombeos de un chute de heroína, pero en lúcido y limpio, sin pérdida de energía ni reflejos –y aún mucho más intenso.

Y después, aquella sensación en la punta de la coronilla… Como una mano, como la yema de un dedo más bien, que te sostuviese desde lo alto y te guiase con infinito aunque esforzado placer por sus desconocidos designios. Y uno, encontrando el deleite de la suprema libertad en la renuncia voluntaria a la propia voluntad, en la entrega amantísima al Sea –cómo y lo que Tú quieras.

El caso es que una noche de julio volvía yo del garito La Palmera, después de unos dobles y unos porros, cuando volvió a hablarme el viento. Entonces me enteré de que yo ya había estado por aquí hace unos dos mil años. Pero no había hecho las cosas del todo bien y debía rematar la faena… Y yo, abriendo los ojos como platos y murmurando “No, no, no…”.

Y, al comprender la magnitud de la información, me detuve en seco y respondí tajante y audiblemente:

–¡No me jodas!

Pero un instante después me reía. Y disfrutaba sintiéndome alguien muy especial. Aunque eso no eliminaba mis objeciones, pues intuía lo que cabe llamar conflictos de intereses.

Siguió una especie de discusión.

Por una parte, me acababa de embarcar en un crédito de tres kilos para montar una empresa de infografía y postproducción audiovisual. Pero, por otra parte –la parte más importante¬–, estaba la chica. La empresa, si bien lo miraba, no la veía incompatible con la Misión que se avecinaba, al menos no en una primera etapa.

Por aquel entonces yo andaba enamorado de una señorita, y pendiente de declararme a ella. Ahora bien: ya que las otras dos veces me había rechazado, entraba en lo plausible que volviera a hacerlo.

“Ya está. Si ella me rechaza, te aseguro que me pongo manos a la obra.”

Y me quedé tan ancho.

* * *

Mi nombre completo de nacimiento no viene al caso. La gente me llama Jotacé. Mi familia me llama Jesús, y en Galicia me conocen por Suso. Por aquella época contaba 27 años.

Tal vez sea justo precisar que, por entonces, yo acababa de regresar de una comunidad terapéutica para drogodependientes en vías de recuperación, tras finalizar, con año y medio de retraso, la carrera de filosofía. Y que, un mes antes, había terminado asimismo un año de estudios en una Escuela-Taller de vídeo profesional. Y que, nada más volver, había conectado con un pez gordo de una importante productora. Y que, poco después, había solicitado el crédito para montar una productora.

Es decir, que me hallaba en un momento crucial en diversos aspectos y, desde luego, propicio para incurrir en deslizamientos mentales.

* * *

Todavía ahora, cuando me despierto por las mañanas y me resisto a abandonar la cama, zozobrando entre la vigilia y el sueño, intento convencerme de que todo ha sido una pesadilla, el prolongado delirio de una mente enferma –la mía–: y me refugio en la fantasía morbosa –morbosa, porque soy consciente de su imposibilidad– de que aún puedo llevar una vida como la de los demás hombres; guiarme por sus mezquinos propósitos, complicarme con sus pueriles preocupaciones, compartir sus efímeros objetivos –y sus no menos efímeros instantes de felicidad…

Pero cuando me desnudo frente al espejo del baño, antes de la ducha, compruebo una vez más, al borde del llanto, que conservo intactas en la piel, como huellas indelebles, las marcas que testimonian lo sucedido. Los estigmas del Apocalipsis.

Dicen que en esta vida cada uno lleva su cruz. Eso dicen, al menos.

* * *

El día siguiente a la noche de la Revelación, sentí con una fuerza tremenda la magnética atracción hacia Satanás.

Escuchaba en mi mente, a todo volumen, la inmensamente seductora Melodía del Príncipe del Mundo: Los placeres terrenales, doradas cadenas — Hipnosis en la planta de los pies — “Así es la vida, esto es lo que hay” — Caderas sinuosas, seducciones viciosas, promesas carnales, lujurias animales — Verdades mentirosas — “El mejor de los mundos posibles”…

Todo ello se conjugaba en mi alma con una potencia tremenda; paralelamente, sin embargo, permanecía en mí el deseo de servir a Dios: era como si ambas Potencias estuvieran guerreando en el campo de batalla en que se había convertido mi alma.

Al anochecer, completamente desbordado, salí a caminar por las calles de Madrid.

Marchaba a toda velocidad, sin ser consciente de por dónde iba, de los semáforos de la calle, de nada ajeno al dilema que me obsesionaba: “Dios o el Demonio, Dios o el Demonio, Dios o el Demonio…”, me repetía una y otra vez.

Tras varias horas de marcha, un repentino impulso me frenó de golpe, a la vez que me hizo girar la cabeza y la mirada a la derecha: en un muro semiderruído, había un graffiti en el que se leía, en letras enormes, la palabra “DIOS”.

Esta señal disipó mi duda: A Dios debía entregarme. Pero había experimentado en mi alma y mi carne –“de primera mano”, por así decirlo– el brutal Poder de Atracción del Maligno.

* * *

Una tarde me dirigía a una terraza de la Plaza de Santa Bárbara, donde me había citado con la chavala de la que tiempo atrás andaba enamorado.

Ella todavía no había llegado. Hacía calor y la cerveza entraba bien.

Llegó tarde y luciendo una sonrisa satisfecha, porque le había cundido la sesión de escritura con su coguionista (y amante). Esta satisfacción, como siempre, me irritó, porque sentía envidia de los hombres (“sus maromos”) que tenían acceso a zonas para mí vedadas, irreductibles, de su persona. Al rato de charla, no sé que dije y ella se rio enseñando sus dientes torcidos. La miré a la cara, a sus ojos inteligentes y vivaces, a su sonrisa hechicera, adorable: esos graciosos dientes torcidos…

* * *

Carmen, Carmen. Tu asombrosa inteligencia, y esa sabiduría, no como de vieja, sino de antigua, —antiquísima. Paliducha y más bien feíta, aunque con un bonito culo y unas buenas tetas. Y tu –mi– adorada sonrisa.

¿Cómo se puede querer tanto a alguien como yo te quise a ti —sin reventar? Y, ¿cómo puede odiársele tanto?

Cuántas noches soñé contigo… Durante un año, a ojos abiertos, sin poder dormir, obsesionado: analizándote desde todos los ángulos, imaginándome siete mil historias y otras siete mil fantasías, urdiendo toda clase de estrategias y maniobras de acoso y derribo. Y también soñaba contigo a ojos cerrados –sueños propiamente dichos, experiencias oníricas– cuando, extenuado, me rendía al sueño: sueños unas veces eróticos, otras intrascendentes, dialécticos, desasosegantes, o, las más de las veces, varias o todas de estas cosas a la vez.

Continuamente soñando contigo.

Luego, con la distancia y el paso del tiempo, soñaba contigo sólo alguna vez cada meses. Curiosamente, este sueño ya no solía ser erótico; pero, lo fuera o no, al soñarlo experimentaba siempre un intenso terror. Aunque, en general, no pudiera precisar la causa de este miedo, sí tenía muy claro su origen —el miedo me lo dabas tú.

Y siempre, al día siguiente de visitarme en sueños, tras meses sin vernos ni hablarnos, aparecías en mi vida: de refilón, como quien no quiere la cosa –porque me llamaba una amiga común que tú la habías llamado que a ver si nos veíamos.

Y claro, nos veíamos… Y al final acabábamos los dos solos, paseando por las calles de noche… Y hablábamos sobre filosofías… Y sobre energías, potencias y peligros…

* * *

Aquella tarde le hablé a Carmen por primera vez del spot para cine y tv en cuya producción andaba por entonces embarcado, junto a un productor y un realizador a cuál más pirata: Fransuá (escríbase Françoise) y Paco. Fransuá era miembro carnal de una de las familias más poderosas del sector audiovisual afincadas en España. Paco había trabajado con él en diversas producciones y, por otra parte, había sido mi profesor de realización en la escuela de vídeo. De hecho, yo había conocido a Fransuá a través de Paco, porque éste me llamó para cubrir funciones de ayudante en alguna producción.

El cliente del spot había llegado, unos meses atrás, a través de mi primo Julián, quien le había lanzado varias campañas de radio. Se trataba de un empresario que regentaba, entre otros negocios relacionados con la hostelería y el copeo, una cadena de cervecerías intitulada Pinchito y Olé (toma del frasco, Carrasco). Mi primo me comentó su interés por anunciarse en Telemadrid y, especialmente, en salas de cine del Centro. Me advirtió, eso sí, que era un tipo difícil –un borde, al par que un mareaperdices– pese a lo cual a mí me faltó tiempo para acudir, como mosca a la miel, a venderle la moto es decir, algún proyecto acompañado de un presupuesto goloso.

Rufino Calvo era, en verdad, difícil: Un cretino guaperas muy pagado de sí mismo, desconfiado y prepotente, de trato descortés. Duro de pelar. Pronto me di cuenta de que mi talento creativo no le parecía garantía suficiente para depositar en mí su confianza. Tras un par de reuniones, me vi obligado a negociar sobre el asunto con Fransuá y Paco, con vistas a mostrarle –es más, demostrarle– al cliente la solvencia, credibilidad y experiencia que a mí todavía me faltaban.

La primera vez que les planteé el asunto no sospechaba, ni de lejos, la encarnizada batalla campal en la que más adelante me iba a ver envuelto. Quede claro, por otra parte, que ellos tampoco sospechaban –ni de lejos– hasta qué punto llegaría yo a ponerme, por así decirlo, a la altura (o bajura) de las circunstancias.

El rodaje se aproximaba, y se me había ocurrido plantearle a Fransuá la conveniencia –“bien mirado, casi casi necesidad”– de hacer un making off del spot. A Fransuá la idea no le parecía del todo mal, e incluso estaba dispuesto a aportar la cámara y el material de grabación, así como la postproducción…

Pero bajo ningún concepto se avenía a poner un duro de su bolsillo para pagar al operador de la cámara. Cuando las cosas se miraban desde esta perspectiva –la de su colaboración pecuniaria en este capítulo–, acababa invariablemente destapando la caja de los truenos. Comenzaba argumentando, no ya que era un lujo innecesario (que lo era, dicho sea de paso), sino que no figuraba en su presupuesto, lo que, acto seguido, le daba pie para empezar a llorar sobre la estrechez de sus márgenes y su probable ruina; para concluir, en un brillante remate de faena, con la desproporción de mi desorbitada partida, y la consecuente justeza de operar sobre ella una razonable deducción… Lo que me obligaba a recular para defender mis propias posiciones, en un continuo desgaste de energías. A falta de un par de semanas para el rodaje, decidí al fin asumir personalmente el jornal del operador del making off. Fue, en efecto, una asunción personal por cuanto tenía decidido, asimismo, que dicho operador –o más bien, operadora– iba a ser Carmen. En resumen, estaba personalmente decidido a probar con ella todos los medios —salvo, quizá, el de la violación.

Uno de estos medios consistía en encargarle personalmente el making off del spot.

 

Ignacio Iglesias

 

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