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DOCTRINA CARTESIANA DE LA VERDAD: LA VERDAD COMO CERTIDUMBRE DE LA REPRESENTACIÓN SUBJETIVA

2 de julio de 2024

En su célebre mito de la Caverna, Platón, al someter la a–létheia (“des–ocultamiento”) al yugo de la îdea (“aspecto”: lo que, del ente, es, y a éste le hace ser), propugna una mutación en la esencia de la verdad: verdad hácese orthotés, rectitud de la percepción y de la expresión. El reajuste de la mirada del conocedor, hacia la idea, establece una òmoíosis: una concordancia (en virtud de la rectitud de la mirada) del conocimiento con la cosa misma.

“En adelante este carácter de la esencia de la verdad: rectitud de la representación enunciativa, regirá todo el pensamiento occidental.” Heidegger, Doctrina de la Verdad según Platón, Univ. de Chile 1953, trad. de García Bacca, p.149.

El concepto de verdad como òmoíosis se consolida en la teología medieval: “veritas est adaequatio rei et intellectus”. La teología es ontología que transpone el ser a Dios como su “causa originaria”, causa que en sí misma encierra el ser y de sí lo emite a todo ente (Cfr. Heidegger, ob.cit., p.154). De modo que la adaequatio en que consiste la veritas es ahora primordialmente concebida como adaequatio rei (creandae) ad intellectum (divinum), y sólo por derivación óntica se estipula a la vez adaequatio intellectus (humani) ad rem (creatam); –puesto que la correcta inteligencia o conocimiento de las cosas, por parte de los humanos (imago Dei), entra en el proyecto divino de la Creación (Cfr. Heidegger, en ¿Qué es Metafísica?, ed. S.XX, pp.112–113).

La metafísica cartesiana sigue aún fundamentando la posibilidad de un correcto acceso epistémico a los entes (o lo que es casi equivalente, la posibilidad de verdad del conocimiento) desde la instancia divina: Dios, ens perfectissimum, no puede querer engañarnos. Sin embargo, Descartes introduce una modificación crucial en la investigación epistemológica, respecto de la metafísica escolástica que lo precede: el ente que yo soy, el ens qui ergo sum, se autofundamenta epistémicamente a sí mismo, sin necesidad del concurso divino: “pienso luego soy”. En virtud de este autofundamentarse, que es una “evidencia inmediata”, el ente humano que en cada caso conoce, adquiere, en lo tocante a su conocimiento, preeminencia sobre todos los demás entes, incluído el divino; de tal modo que, si bien Dios sigue siendo la, en rigor, única substantia ontológica (la única que “es”, en sentido estricto y absoluto: subsistente en sí y por sí, proporciona el ser a todo lo demás), yo que conozco paso a ser el subiectum epistemológico de mi conocimiento; soy el fundamento de este conocimiento: me conozco en mí y por mí, y proporciono el ser conocido –por mí– a todo lo demás –en la medida de mis humanas capacidades.

La corrección de esta lectura interpretativa, de evidentes resonancias heideggerianas, se hace patente en el camino de fundamentación del conocimiento recorrido en las Meditationes de Prima Philosophia de Descartes, así como en su Discours de la méthode: de la duda al sujeto que duda; del sujeto dubitativo a sus ideas; de entre éstas, a la idea de Dios; de la idea de Dios al propio Dios; de Dios al resto de los entes.

En las Meditationes cartesianas la duda se hace método, y en este hacerse método rechaza sistemáticamente la validez de todo aquello que quede atrapado en sus redes; esto es, de todo aquello que sea, no ya dudoso, sino dudable. En efecto, Descartes comienza anunciando que se propone destruir todas sus antiguas opiniones, “con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda” (Las Meditaciones Metafísicas de René Descartes, trad. de Vidal Peña, en Alfaguara, 1977, p.17).

Es éste, pues, un método negativo, consistente en exponer todos los conocimientos humanos (los de Descartes, los míos, los de cualquier individuo humano) a la voracidad de la duda sistemática, a fin de ver si hay alguno que se le atragante, que le resulte incomestible. Un conocimiento así, hallado bajo tan extremas condiciones, sería sin duda un conocimiento indudable, un conocimiento cierto, aquello que persigue afanosamente nuestro hombre, Descartes; pues no otro es el propósito de su proceder: “seguiré siempre por este camino, hasta haber encontrado algo cierto, o al menos, si otra cosa no puedo, hasta saber de cierto que nada cierto hay en el mundo.” (ob.cit., p.23) Sugiere incluso la posibilidad de un engaño divino: “¿Quién me asegura que el tal Dios no haya procedido de manera que no exista tierra, ni cielos, ni cuerpos extensos, ni figura, ni magnitud, ni lugar, pero a la vez de modo que yo, no obstante, sí tenga la impresión de que todo existe tal y como lo veo?” (p.19).

Para prestarle fuerza a su duda, para armarla de buena “dentadura”, Descartes recurre a la hipótesis de un “genio maligno” –eufemístico disfraz de un posible Dios perverso– que “ha usado de toda su industria para engañarme”, lo que le obliga a tomar por falso todo lo dudoso (Cfr. p.21). Y aún, en el colmo de la audacia escéptica, asegurará que ni siquiera es necesario que haya un Dios, o algún otro poder externo, que infunda en su espíritu los pensamientos (verdaderos –Dios bondadoso– o falsos –genio maligno–): “…tal vez soy capaz de producirlos por mí mismo” (p.24).

A pesar de la industria del genio, Descartes se topará con algo capaz de enfrentarse a la duda, y salir indemne de este embate, sin ser conmovido, afectado ni socavado por ella: su propia existencia, inferida de su pensar. “…si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy… engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras esté pensando que soy algo.” De manera que “es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu.” (p.24) –”Cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu”: ‘yo soy’ no implica que ‘siga siendo’ cuando dejo de pensar ‘que soy’; hará falta el recurso a Dios para asegurar la continuidad de mi yo.

Así como Arquímedes hubiese trasladado la tierra de lugar con sólo un punto de apoyo firme e inmóvil (p.23), así Descartes reconstruirá el edificio de toda su ciencia sobre este otro su punto de apoyo, pilar o cimiento onto–epistemológico, cosa cierta e indudable: esa “cosa que piensa” que es su propio espíritu.

A la duda cartesiana pueden achacársele dos objeciones: la primera –una acusación estética o reproche sentimental antes que una objeción propiamente dicha–, que no es una verdadera duda, sino una duda provisional, un artificio retórico que da mayor lustre a lo que luego se afirma tras ella; “la duda de uno que hace como que duda sin dudar”, en palabras de Unamuno (Del sentimiento trágico de la vida, “En el fondo del abismo”). La segunda, que no es tan radical como Descartes pretende; pues, aunque afirme que “podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres” (pp.19–20), la duda sólo afecta de hecho a lo sensible (“suspenderé mis sentidos…”, p.31), mientras que la validez del pensamiento racional no se pone realmente en tela de juicio, como muestra el frecuente recurso a la misteriosa “luz natural” (pp.42,44,51), que probablemente debe interpretarse como el “buen entendimiento” libre de prejuicios (Cfr., al respecto, la breve Investigación de la verdad por la luz natural, en Meditaciones metafísicas y otros textos de Descartes, trad. de López y Graña, en BHF Clásicos Gredos, 1987). Sin embargo, Descartes deja entrever que su duda encierra mucha más fuerza que la de un mero artificio retórico, y, probablemente a su pesar, enseña que se puede dudar de la esencia lógica del mundo (aunque él, en rigor, no lo haga; se lo impiden las evidencias “claras y distintas”). Así, no es de extrañar la reacción escéptica de Hume, quien considera que quien entra en la duda jamás sale de ella, y concluye que todo saber humano no es, a fin de cuentas, sino un producto de la regularidad sancionado por el hábito y la costumbre. Por su parte Kant, al constatar que concebimos la realidad con figura y apariencia lógicas, pero que, en rigor, no podemos afirmar que sea así, replegará la “razón” humana a la conciencia del sujeto trascendental.

[…]

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